ANTHONY BOURDAIN: CONFESIONES DE CHEF

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El tipo del vídeo de abajo que se come el feto de un pato, es Anthony Bourdain: Un cocinero que salió del pozo de las drogas (él mismo dice que si el mundo fuera justo ya estaría muerto un par de veces), para convertirse en un chef estrella (del estilo de los famosos cantantes de rock), y uno de los mejores en Nueva York al frente de la Brasserie Les Halles.


http://www.youtube.com/watch?v=RXucin9iIaE

Con su programa de TV No reservations fue además el pionero de los programas ágiles de viajes gastronómicos, con el que lleva varias temporadas triunfando con un estilo apasionado en el que se atreve a probar de todo, desprejuiciado, sin pelos en la lengua y algo gamberro (a los suecos no les gustó mucho que dijese que escuchar a ABBA era como estar en el infierno). Pero el programa no es sólo puro entretenimiento, y con su defensa de la diversidad, la sencillez y la crítica a la globalización, deja al que lo ve con un poso de sinceridad que engancha. Se pueden seguir sus vídeos en you tube por aquí, no tienen desperdicio, es una gozada ver su programa de España, mientras se va de tapeo, rodeado de caras conocidas (los Arzak, Albert Adriá, Aduriz ) o visita la honestidad del asador etxebarri que lo dejó babeando, y en la que es imposible seguir lo que dice sin escuchar varios pitidos recortando las palabras no aptas para todos los públicos.

De Anthony Bourdain me ha acompañado sus Confesiones de un chef en los últimos días. Ha sido un libro que me he leído en los huecos del café, en el baño, o esperando que abriesen la puerta del trabajo, a los pocos, porque en esta época del año es imposible que pueda leer un libro de un tirón. Pero quizás así es el mejor modo de leer esta declaración de amor a la profesión de cocinero. Porque no es una novela. Sus páginas van dando latigazos constantes a lo tarantino en una vida llena de altibajos. Son unas memorias en las que hay "drogas, folladas en la zona de alimentos no perecederos, y revelaciones repugnantes sobre la mala manipulación de los alimentos". Pero sobre todo es un libro verdadero que se cierra con un repaso de Bourdain al mapa de sus manos, salpicadas de cortes y callosas de trabajar duro durante muchos años.

Hay capítulos caóticos que coinciden con su época de drogadicto y de trabajo en locales de mafiosos, pero otras se leen esperando que nunca acaben: sus comienzos de lavaplatos, sus directos consejos contradictorios sobre cómo no llevar un restaurante, la descripción de su equipo de trabajo, o una insuperable narración de su viaje a tokio (copio abajo un fragmento de este capítulo).

A Bourdain le salió un best seller en su momento con este libro, lo que le sirvió de pasaporte para su programa televisivo. Es el primero en reconocer en lo afortunado que es al poder viajar por todo el mundo probando lo que se le antoje (como en una gran gira de un grupo de música), y dejar las cuatro paredes de la cocina de la que nunca consiguió salir en muchos años, si no era para tomarse unas copas y volver a entrar sin darse un respiro.

"Las calles estaban atestadas de busconas y palomos, putas y fulleros. Allí se apiñaban las salas de videojuegos, los bares de alterne y las casas de citas (...). Por fin Philippe se detuvo, olió el aire como si fuera un perro de caza, giró de repente y se dirigió al hueco de una escalera casi a oscuras, situada en un patio desierto, donde la única indicación de que hubiera actividad abajo era el pictograma de un pez saltarín. Bajamos un tramo de escalera y dimos con una puerta corrediza. La abrió y nos encontramos con un pequeño bar de sushi bien iluminado (...). Llegó la primera fuente minúscula: tentáculos de pulpitos. El chef se quedó de pie a nuestro lado mientras comíamos, estudiando nuestra reacción que, como es lógico, era todo gemidos de placer, sonrisas, reverencias de aprobación y agradecimiento. Movió las manos, hizo unos pocos ademanes con el cuchillo y nos ofreció las partes interiores de una gran almeja, todavía palpitante, que fue muriendo despacio en nuestra fuente. El chef seguía observándonos mientras comíamos. Y otra vez encontró un público agradecido que, transportado, cerraba los ojos. Después trajo abulones con algo que podía ser hígado y huevas de cualquier cosa... ¿qué más daba?. Estaban buenísimos. Llegó el pescado azul. Más sake. La lubina. La caballa, fresca, crujiente; se comía con los ojos. Seguimos comiendo, pedíamos más. Nuestro apetito empezó a llamar la atención de otros chefs y algunos clientes, que por lo visto no habían visto a nadie -y menos a occidentales- comer con tanta voracidad. A cada momento el chef nos ponía un nuevo plato delante. Detecté casi un desafío en su actitud, como si esperara que algo no nos gustara, como si en algún momento algo fuera a ser demasiado para nuestro paladar bárbaro, sin educar, nada sofisticado. No había manera. Seguíamos. Pedíamos más y más. Seguían llegando platos acompañados por brotes de wabasi encurtidos, algas tan frescas que me parecía saborear aguas de mar profundas (...). Llegó rodaballo, atún y lomo. Reponían el sake. El chef ya se reía abiertamente. Todavía faltaba el mejor plato: media cabeza de pescado apenas pasada por la parrilla. El chef nos miraba curioso para saber cómo nos las apañaríamos con esa nueva creación. Era increíble: cada fisura, cada trocito de esa dorada o pompano chileno (la cara en parte calcinada no me permitía saberlo y tampoco me importaba demasiado) había respondido de distinta manera al calor de la parrilla. Desde lo que quedaba del cuerpo detrás de la cabeza, a la piel y el cartílago crujiente, los tendones, los extraños carrillos translúcidos, todo era un mosaico de diferentes texturas y sabores. ¡Y el ojo! ¡Oh, sí! Arrancamos el ojo, sorbimos la gelatinosa sustancia que había detrás, bien dentro de la órbita, roímos el globo ocular hasta el núcleo blanco duro. Cuando dimos cuenta de ese collage riquísimo no quedaron más que los dientes y unas pocas espinas. ¿estábamos hartos? ¡De ninguna manera!. Más sashimi, más sushi, algunos langostinos, lo que parecía arenque (tan fresco era al morderlo). Ya no me importaba lo que pusieran delante. Más sake frío... más comida (...). Después del vigésimo plato, el chef cortó, cepilló, y frotó lo que sería el último: una anguila de mar cruda. Trajeron té verde en tazas de cerámica y nos fuimos entre las usuales reverencias y los usuales chillidos de "Arigato gozai mashi TAAA!" y con muchas, muchas precauciones, tanteamos escaleras arriba hasta volver al mundo real".

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